Resulta que tengo yo una prima que escribe muy bien y es profesora de lenguas clásicas en la provincia de Murcia. Le gustó nuestra iniciativa y escribió en su blog personal su autorretrato lingüístico. Resulta que me lo deja publicar...
Para que las llamadas "lenguas muertas", madres de casi todas las demás, tengan aquí su espacio.
"Aunque no me apasionan las celebraciones multitudinarias y no estoy (por cuestiones de calendario) preparada para participar como docente en los proyectos abiertos, sí me ha encantado una de las propuestas: la del autorretrato lingüístico y he decidido probar. A ver qué sale.
Nací en ese lenguaje universal que es el llanto de un niño y no lloré yo sola, me cuentan que, además de la recién nacida, lloraba también mi madre, después de un esforzado parto a la antigua (en una casa de pueblo sin epidural ni gaitas), mis abuelas, improvisadas y emocionadas asistentes, y mis hermanas mayores que aprovecharon la confusión del momento para caerse de la cama. Desde entonces las lágrimas suelen ser mis mejores y más calladas confidentes, quizá la más universal de las lenguas.
Crecí y empecé a comunicarme en ese dulce castellano del levante alicantino, al sol y al Mediterráneo, que me dieron mis padres. Fui "chiguita" y no niña, me dormía con esas elles suavísimas que aún guarda mi madre. No se hablaba valenciano en las blancas salinas de mi pueblo, y no lo hablé yo más que en salpicaduras que me llegaban de algunos de mis parientes más lejanos en el espacio y cercanos en el alma.
Pero el oficio de mi padre lo llevó a volar a otro mar, más austero y seco, y dieron mis primeras palabras con las inmensas llanuras manchegas, doradas de trigo, rojas de amapolas, verdes del terciopelo que acaricia el viento. Mi castellano se hizo más de Castilla y aprendí con don Quijote a decir molino o nieve, a disfrutar con "poquico", a aspirar esas eses incómodas, a hacer diminutivos en "ete", a protestar con un "ea" o a maldecir (yo era todavía niña) con un "odo" bien dicho.
Cuando ya el colegio había descubierto para mí la magia de la lengua escrita, de nuevo un traslado me llevó a las riberas del Mar Menor en Murcia. Castellana y árabe, latina y cartaginesa, tierra de fundaciones legendarias, de invasiones sucesivas, de repoblación aragonesa, de cordialidad y de huerta. Si no habéis oído a un murciano hablar no sabéis lo que es el barroco.
Bajo ese sambenito de "mal hablados" los murcianos no renuncian a su sintaxis profundamente latina y manejan los pronombres con sabiduría ancestral. Es verdad que tienen (o tenemos, porque yo ya soy de aquí) un acento particular, de vocales abiertas y alargadas para cubrir la pereza de las eses finales, pero el que esté libre de pecado...
Enredada en esa trenza de colores descubrí las otras lenguas de mi vida, las no vernáculas: en el colegio el inglés y luego, en el instituto, las que habían de ser el resto de mi vida: las lenguas clásicas.
Me fascinaron y me fascinan (además de darme de comer) con un continuo más difícil todavía: permanecer frescas y vivas a pesar de los siglos de distancia, a pesar de no poder hablar con nadie, del desprecio de los ignorantes revestidos de autoridad, de la incomprensión de los que se llenan la boca con el "progreso". Son las lenguas del silencio y de la profundidad, de la sabiduría quieta y callada.
Mi corazón se desgarró al tener que elegir una de ellas para ejercerla como profesión pero el griego clásico me ha sabido compensar con creces: me cuenta bellísimas historias con las más hermosas palabras, las primigenias, las que "contienen en sí todo deleite"; me acaricia con sus vocales claras, como las de mi infancia, con sus melodías internas; me asombra con su fuerza y su sabiduría y, lo mejor de todo, me "entusiasma". Si supierais griego (los que sepáis, perdonadme) sabríais que el "entusiasmo" no es otra cosa que la "posesión divina", la diosa de las lenguas me impulsa a salir fuera a contar todos sus secretos y desparramo cada día sus goces entre mis alumnos.
Todavía me queda vida para seguir aprendiendo lenguas, en mis ratos libres hago amigos de todas partes que me enseñan a decir gracias con todos los colores del arcoiris. Con ellos recupero la lengua materna común: la de las miradas, las risas y los gestos de afecto, esa sí que no tiene fronteras ni limites.
De cada una de ellas, de mis lenguas, guardo recuerdos. Os dejo asomaros a mi caja de tesoros: cachorrete, leja, armonía, macoco, ψυχή, polícromo, symposium, auctoritas, sucram, ... λόγος."
Mª Amada
Para que las llamadas "lenguas muertas", madres de casi todas las demás, tengan aquí su espacio.
"Aunque no me apasionan las celebraciones multitudinarias y no estoy (por cuestiones de calendario) preparada para participar como docente en los proyectos abiertos, sí me ha encantado una de las propuestas: la del autorretrato lingüístico y he decidido probar. A ver qué sale.
Nací en ese lenguaje universal que es el llanto de un niño y no lloré yo sola, me cuentan que, además de la recién nacida, lloraba también mi madre, después de un esforzado parto a la antigua (en una casa de pueblo sin epidural ni gaitas), mis abuelas, improvisadas y emocionadas asistentes, y mis hermanas mayores que aprovecharon la confusión del momento para caerse de la cama. Desde entonces las lágrimas suelen ser mis mejores y más calladas confidentes, quizá la más universal de las lenguas.
Crecí y empecé a comunicarme en ese dulce castellano del levante alicantino, al sol y al Mediterráneo, que me dieron mis padres. Fui "chiguita" y no niña, me dormía con esas elles suavísimas que aún guarda mi madre. No se hablaba valenciano en las blancas salinas de mi pueblo, y no lo hablé yo más que en salpicaduras que me llegaban de algunos de mis parientes más lejanos en el espacio y cercanos en el alma.
Pero el oficio de mi padre lo llevó a volar a otro mar, más austero y seco, y dieron mis primeras palabras con las inmensas llanuras manchegas, doradas de trigo, rojas de amapolas, verdes del terciopelo que acaricia el viento. Mi castellano se hizo más de Castilla y aprendí con don Quijote a decir molino o nieve, a disfrutar con "poquico", a aspirar esas eses incómodas, a hacer diminutivos en "ete", a protestar con un "ea" o a maldecir (yo era todavía niña) con un "odo" bien dicho.
Cuando ya el colegio había descubierto para mí la magia de la lengua escrita, de nuevo un traslado me llevó a las riberas del Mar Menor en Murcia. Castellana y árabe, latina y cartaginesa, tierra de fundaciones legendarias, de invasiones sucesivas, de repoblación aragonesa, de cordialidad y de huerta. Si no habéis oído a un murciano hablar no sabéis lo que es el barroco.
Bajo ese sambenito de "mal hablados" los murcianos no renuncian a su sintaxis profundamente latina y manejan los pronombres con sabiduría ancestral. Es verdad que tienen (o tenemos, porque yo ya soy de aquí) un acento particular, de vocales abiertas y alargadas para cubrir la pereza de las eses finales, pero el que esté libre de pecado...
Enredada en esa trenza de colores descubrí las otras lenguas de mi vida, las no vernáculas: en el colegio el inglés y luego, en el instituto, las que habían de ser el resto de mi vida: las lenguas clásicas.
Me fascinaron y me fascinan (además de darme de comer) con un continuo más difícil todavía: permanecer frescas y vivas a pesar de los siglos de distancia, a pesar de no poder hablar con nadie, del desprecio de los ignorantes revestidos de autoridad, de la incomprensión de los que se llenan la boca con el "progreso". Son las lenguas del silencio y de la profundidad, de la sabiduría quieta y callada.
Mi corazón se desgarró al tener que elegir una de ellas para ejercerla como profesión pero el griego clásico me ha sabido compensar con creces: me cuenta bellísimas historias con las más hermosas palabras, las primigenias, las que "contienen en sí todo deleite"; me acaricia con sus vocales claras, como las de mi infancia, con sus melodías internas; me asombra con su fuerza y su sabiduría y, lo mejor de todo, me "entusiasma". Si supierais griego (los que sepáis, perdonadme) sabríais que el "entusiasmo" no es otra cosa que la "posesión divina", la diosa de las lenguas me impulsa a salir fuera a contar todos sus secretos y desparramo cada día sus goces entre mis alumnos.
Todavía me queda vida para seguir aprendiendo lenguas, en mis ratos libres hago amigos de todas partes que me enseñan a decir gracias con todos los colores del arcoiris. Con ellos recupero la lengua materna común: la de las miradas, las risas y los gestos de afecto, esa sí que no tiene fronteras ni limites.
De cada una de ellas, de mis lenguas, guardo recuerdos. Os dejo asomaros a mi caja de tesoros: cachorrete, leja, armonía, macoco, ψυχή, polícromo, symposium, auctoritas, sucram, ... λόγος."
Mª Amada
¡Cuanta belleza envuelta en palabras, recuerdos , paisajes o pensamientos!
ResponderEliminar¿Qué tendrá esta tierra murciana que pareciendo anodina deja tanta belleza por donde discurre su cauce? ¿huerta? ¿regadío? ¿ sabiduría? ¿acequía?